Nikolai se miró las manos encogidas y que seguramente estarían rojas de no ser por la persistente capa de mugre que las recubría. Trató de cobijarse bajo las cortinas que robó la pasada primavera en aquel hotelucho de mala muerte en el que alguien demasiado descuidado se había dejado la ventana abierta. Si sólo tuviera una aguja y un poco de hilo, se maldecía, podría remendar los agujeros que las ratas hacían por la noche buscando el calor de su cuerpo.
Aún faltaban dos horas para el amanecer, y apenas había podido dormir. La nieve se había fundido en contacto con sus ropas, y en aquel patio interior no había nada que le permitiera cobijarse. Malditos nazis, con sus rondas nocturnas. Pasaban revista todas las noches a los desharrapados, pidiendo documentación. Desde que su país se había metido en la Guerra, tenía que huir cada vez que les oía acercarse.
Nikolai había llegado huyendo del hambre de su Petrogrado natal, saltando de país en país, haciendo un poco de todo. Había llegado a Budapest con una cuadrilla de compatriotas hacía cosa de nueve o diez años, no podía recordar bien.
Los primeros meses fueron horribles, casi tanto como ahora. Sin nadie que le contratara, deambulaba por los callejones traseros de los restaurantes, pegándose por sobras de tres días. Sin embargo, su suerte cambió un día. Su gran talla hizo que un hombre se fijara en él. Ferenc era el herrero encargado de las reformas en el castillo, y andaba falto de mano de obra para realizarlas. Temía que de no poder encontrar a alguien pronto le relegaran de su puesto, lo que supondría la ruina para su familia. Le ofreció a Nikolai un puesto de aprendiz, sin sueldo, pero con manutención. Podría dormir en el taller, caliente, a resguardo de las inclemencias, y comer con Ferenc en su misma mesa.
Nikolai se encargaba de manejar las pesadas barras de hierro, girándolas según mandaba su maestro para que él pudiera golpearlas y moldearlas. La valla de tres metros de altura que estaban reparando necesitaba de una persona con gran fuerza, y a otra con gran maña para poder recrear los complicados motivos de la valla original.
Eran buenos tiempos en Budapest. Apenas recordaba ya las penurias pasadas. De hecho ni frecuentaba las mismas calles. Temía en su fuero interno que aquellas aceras le reclamaran de nuevo, que las sombras tiraran de él y le arrastraran al pozo de nuevo. Prefería las luces de la calle Andrassy, donde estaba fuera de lugar entre tanto lujo, pero le gustaba imaginarse sentado en un sillón cerca de la chimenea dentro de una de esas mansiones.
Fue allí donde conoció a Esther. Sus miradas se cruzaron por un instante nada más. Ella andaba apresurada cargando un pesado fardo, con el ceño fruncido y los ojos verdes centelleantes. Tenía manchada de hollín la barbilla y la oreja izquierda. Esa misma noche Nikolai repasó mentalmente todos esos detalles una y otra vez. Tenía que verla al día siguiente.
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