martes, 24 de diciembre de 2013

Que acabe ya.

Que acabe ya este puto año. Sin duda es el peor año de mi vida, este 2013 en el que amanecí ya sin trabajo yo, y sin trabajo mi pareja. Los días son largos en casa, pensando en cómo estirar el dinero, en inventar posibles ingresos, en reducir gastos, en olvidarte de pequeños placeres.

A los pocos días de enero, encontré atropellado a mi perro Harley, como ya puse hace tiempo. Y todavía me parece verlo al entrar en cualquier habitación.

La empresa en la que estaba metido con mi socio Isi se fue a pique, tras vérnoslas con el ayuntamiento de Méntrida. Al no poder fabricar, las facturas se acumularon y los ingresos desaparecieron.

Y ahora, cuando he vuelto a retomar la empresa, cuando empiezo a pagar facturas, cuando el dolor de la pérdida es un golpe sordo en el corazón, se va ella. La persona que ha estado conmigo desde hace once años y medio ha decidido recoger sus cosas e irse. Y hace dos semanas que me levanto solo, sin escuchar el rumor de la sábanas al rebullirse, sin el tintineo de la cucharilla en la taza, sin sus palabras de cariño a los perros. Sin sus quejas por el frío por hace, sin su luz de lectura, sin su risa.

Qué puta mierda todo. No me habléis de esperanza hoy.

Mañana quizá.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Lunes, 18 de noviembre.

Julián abrió los ojos pesarosamente al escuchar el despertador. Lo apagó, y volvió a meter el brazo bajo la ropa de la cama disfrutando del tacto de las sábanas limpias. Movió los dedos de las manos para sacudir ese entumecimiento que tenía cada mañana al despertar, e hizo lo mismo con los pies. Gonzo ya estaba al lado de la mesita, y seguramente llevara allí un rato, desde que vio la primera luz del alba. En plena oscuridad, Julián sabía que el perro le estaría observando fijamente, atento a cualquier movimiento para mover el rabo y, si pudiera, meter el morro bajo el brazo de su dueño para forzar una caricia.

No sin cierto esfuerzo, nuestro protagonista echó el nórdico y la sábana hacia los pies de la cama, se levantó y abrió la ventana. Las gallinas ya estaban despiertas y picoteaban los pequeños brotes de hierba que estában naciendo gracias a las lluvias de los últimos días. El día se presentaba nublado, cerrado, y con frío. Al menos no hacía viento, ese viento colado de la Mancha, que se te metía en los huesos y te dejaba helado para todo el día. Se estiró mientras pensaba esto último, acarició la cabeza de Gonzo y esperó a que viniera Tina, otra de sus perros, y le tiró de una oreja de manera cariñosa.

Puso la cafetera antes de ducharse. Le encantaba el olor a café recién hecho. Era uno de esos olores a los que él llamaba "olor de hogar". Café, humo de la estufa, comida recién hecha... Olores de estar en casa. Mientras se prepara el café Gonzo se sitúa detrás suyo, sentado en uno de sus rincones, pues tiene varios repartidos por la casa. Al lado del radiador de la cocina, al lado de la estufa de leña, al lado de la mesita de noche de Isa... Gonzo no pierde detalle de lo que Julián hace, no sea que se escape alguna delicatessen con la que, de vez en cuando, obsequia a los tres perros. Pero esta vez no ha habido suerte.

Antes de sentarse a desayunar, limpia la estufa de leña, seguramente la mejor compra que ha hecho en los dos últimos años. Aunque realmente suele pensar que cualquier cosa que compra es lo mejor que ha comprado en los dos últimos años. Es lo que tiene comprar poco. Quita la ceniza meticulosamente, y la echa al cubo que tiene preparado. Después, una vez esté lleno, echará la ceniza al pie de alguno de sus árboles, ya que tiene nutrientes. Aparta el tronco que se quedó a medio arder la noche anterior, y deposita en la parrilla una servilleta de papel; encima, unas cuantas cáscaras de almendruco, que ayudarán a prender el fuego, y encima un par de troncos secos. Limpia el cristal, ya que le encanta ver el fuego arder, y enciende una pastilla en medio de las cáscaras. Cierra la puerta, y vuelve a poner la cama de los perros cerca de la estufa. Durante el día, irá alejando las camas de las perras a la otra punta del salón, para que no pasen calor, ya que tienen un pelaje más espeso.

Julián desayuna mirando las noticias en su móvil, y normalmente lo hace con un café con leche únicamente. Hoy no es la excepción. En cuanto termina y recoge la taza, los tres perros ya le están esperando nerviosos en la puerta, deseando salir a dar un paseo. Hoy, por primera vez en el otoño, cogerá el abrigo, por si acaso. Pero se lo dejará abierto por delante, ya que es una persona muy calurosa. Coge las correas, y abre la puerta, dejando que las mascotas corran alborozadas hasta la cancela. Las gallinas salen a recibirle también entre cacareos, y aprovecha para echarles una mezcla de maíz y trigo. Ya recogerá a la vuelta los huevos del día anterior.

El paseo suele ser de media hora por la mañana, y de hora y media, si tiene tiempo y si hace bueno, por la tarde. Le gusta sacarles por los campos que han estado sembrados este año, los cuales todavía no han sido arados y en los que se puede pisar bien. Se mancharán todos de barro, claro, pero es uno de los inconvenientes de vivir en el campo. Sin embargo, también tiene sus ventajas. Hoy la niebla va subiendo por el cauce del río Algodor, lentamente, en oleadas, y sobrepasa también la sierra de Mora, cayendo lentamente por un costado. Cae una lluvia fina que apenas nota, salvo en los cristales de las gafas. El aire es fragante, con olor a tierra y hierba mojada, y los tomillos despiertan su aroma a su paso. Bowie y Gonzo buscan conejos, cosa harto difícil en esta época de caza, y más en un día lluvioso. Saldrán, pero más tarde seguramente.

Ya de nuevo en casa, los perros se arrebujan en sus colchonetas, disfrutando del temple que se ha creado en el salón. El resto de la casa sigue frío, pero tampoco importa demasiado. Abre el portátil y mientras arranca, decide hacerse otro café con leche, y mientras se lo toma, comienza a escribir una nueva entrada en el blog.

Lunes, 18 de noviembre.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Temporada de caza.

Estamos en plena época de caza en la Mancha. Yo, al vivir en medio del campo, sufro bastante la misma, por varios motivos. El primero, el que se pongan a pegar tiros a unos metros de mi ventana en cuanto se ve un poco, lo cual quiere decir que empiezan con la serenata a las 7 de la mañana.

El segundo, es exactamente eso. Que los cazadores se pasen por el forro la prohibición de cazar a menos de 100 metros de cualquier vivienda. Vale que mi urbanización está en medio de la nada, pero las restricciones son las mismas. No creo que se vayan a cazar a las inmediaciones de Mora, así que no deberían hacer lo mismo con mi casa. Ya he tenido algún encontronazo con ellos por esto mismo. El colmo fue cuando a un gilipollas no se le ocurrió otra cosa más que matar a un conejo que estaba dentro de mi parcela.

El tercero, es la incomodidad de no poder pasear tranquilo a los perros. Estar rodeado de campo tiene la ventaja de poder soltarlos y que correteen a su aire, salvo en esta época y las semanas anteriores a la temporada de caza. Ahora porque aun sacándolos por la urbanización, hay cazadores, como hoy, que me dicen que no debo dejarles sueltos ya que les espanto la caza. En mi urbanización. Cuando deberían estar a más de 100 metros de ella. Y en las semanas anteriores porque siempre hay batidas de gente buscando perros para la temporada. Aprendes a llevarles con correa, no sea que alguno vaya detrás de un conejo, y no le vuelvas a ver. En las semanas antes de la veda, hay un montón de robos de perros, de razas cazadoras, como perdigueros, bodegueros, terriers, chuchos... los cuales seguramente sean abandonados una vez acabe la misma. Esto es la Mancha, mal que me pese, y se lleva haciendo toda la vida. Mantener un perro bien cuidado es costoso. Sale más barato robar uno, y abandonarle, si tiene suerte, cuando todo acabe.

Esto me lleva al cuarto motivo. Los perros abandonados o muertos. Cada año, tras terminar la veda, me encuentro con diez, quince perros abandonados vagabundeando por los campos, muertos de hambre y sed. Alguno de ellos se han convertido en mis perros, a otros intento darles algo de comida y buscarles un hogar, pero el número me supera. Y ya he dejado de pasear por los olivares, he llegado al límite de ver perros ahorcados.

Quizá no todos los cazadores sean iguales, de hecho, conozco de primera mano alguna honrosa excepción. Pero desde luego, pocos han demostrado tanto amor por sus perros como muchas veces proclaman.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Manuel, Ousmane.

Cae la tarde sobre el pueblo, arrastrando consigo la poca luz que dejan pasar las nubes. Un brisa helada hace presagiar el cambio de tiempo que debería haber llegado hace semanas. Anoche cambió la hora para todo el mundo, excepto para Manuel, quien no entiende de cambios horarios, ni le interesa.

Regresa a su casa de su paseo vespertino, acompañado de sus perros y arrebujado en su vieja chaqueta. Tendrá que sacar el abrigo del armario, y ventilarlo un poco antes de ponérselo, pues olerá a antipolillas y a humedad. "Tiene tantos años como yo, casi. Creo que hasta hice la mili con él." Antonia, su mujer, amenazaba con tirárselo casi a diario, en cuanto iba a colgar alguna prenda. Pero él no quería ni oír hablar de desprenderse de él. Era un regalo de su abuelo, al que todo el mundo, incluidos sus hijos y nietos llamaban Tío Miguel. Se lo compró cuando tenía 14 años, y aún no era de su talla, para que pudiera disfrutarlo más tiempo. Fue un par de años con las mangas recogidas con un par de alfileres, y sus espaldas no conseguían llenarlo del todo. De hecho, nunca le sentó bien, siempre fue el abrigo más grande de lo que Manuel llegó a ser.

Llega a los arrabales del pueblo, donde hay unas casas viejas, desvencijadas, y viven varias familias de marroquíes. Casi nunca ve a los padres, pero los chiquillos corren a saludarle, en camiseta de manga corta, sudando por estar jugando al fútbol. Siempre se mantienen a distancia, por los perros, pero le sonríen y le llaman por su nombre. Manuel achica un poco los ojos, y tuerce un poco la boca. Quienes lo le conozcan, pensará que no le gustan los chiquillos, pero para él, eso es una sonrisa de oreja a oreja. Y los niños lo saben.

Cuando llega a la calle Mayor, el sol hace ya veinte minutos que se ha puesto, y la temperatura baja ya de los 10º. Se obliga a ir un poco más deprisa, ya que ese viento colado se le está metiendo en los huesos. "Tendría que haber cogido un jersey, por lo menos". Ahora no lleva puestas las zapatillas de andar por casa, sino unos deportivos blancos que le compró su hija el verano pasado. Él no los quería al principio, pero desde que se los puso para ir a pasear a los galgos, no volvió a salir sin ellos al campo. Con las zapatillas de andar por casa se va bien sobre terreno firme, pero notas todos los cantos de un camino.

Gira por la calle Ancha, y enseguida, ve el la portada del corralón por la que siempre entra a su casa. Le gusta entrar por ahí, más que por la puerta principal, para ver si las gallinas tienen comida y agua, y si han puesto algún huevo más. Pero las prisas por entrar, le juegan una mala pasada, y tropieza con el bordillo de la acera. Da dos pasos rápidos antes de caer de bruces, con el brazo libre debajo del cuerpo. Con el otro aún sigue sujetando las correas de los galgos.

*-*

Ousmane sigue en Corral, donde hoy ha estado en el rastro de los jueves. Se ha quedado buscando un nuevo piso donde vivir, ya que es probable que su mujer venga a vivir con él en los próximos meses, gracias a la vida tan austera que lleva, y el ahorro que ha conseguido con ello. Pero no ha encontrado gran cosa, hay pocos pisos alquilados, y la mayoría los copan rumanos, y los que no, tienen un precio demasiado alto para sus ingresos. Aun así sigue recorriendo las calles de arriba a abajo, mirando las ventanas y rejas en busca de carteles de "Se alquila". Se rebuja en su abrigo y se lamenta no haber cogido un gorro. Pese a ser de latitudes más cálidas, le gusta sentir el frío en la cara, y sobre todo, el volver a un hogar cálido después de sentirlo.

Con las últimas luces de la tarde, entra en la calle Ancha. Le quedan pocas calles para recorrer, antes de coger el autobús que le lleve de vuelta a Las Pedroñeras, a casa. Tiene una pequeña libreta en la mano con la que apunta los teléfonos con los que no consigue contactar. Se cruza con un par de personas que salen de un bar y él baja la cabeza instintivamente, ya que no sabe cómo pueden reaccionar. Pensando en sus cosas oye el ladrido de varios perros, cerca de donde está él. Le ponen nervioso, no le gustan los perros. Educado como musulmán, nunca ha tenido relación con ellos. En Senegal hay, claro, pero vagan por las calles sin dueños, siempre atentos a una patada perdida. Desde que está en España se ha acostumbrado a verlos con la gente, que los lleva a cualquier sitio, pero sigue manteniéndose a distancia.

Pero los ladridos son distintos a los aviso, con los que le reciben los perros a su paso desde el otro lado de las rejas de los patios delanteros de las casas por las que pasa delante. Son ladridos nerviosos, y, detrás de ellos, un quejido quedo, pero continuo. Se aproxima a una bocacalle que resulta ser un callejón sin salida, donde ve a Manuel tirado en el suelo, moviendo ligeramente las piernas y con asiendo con fuerza las correas de los galgos. Linda le lame la cara, y Chico y Negro ladran repetidamente, y patalean nerviosos, conscientes de que la situación no está bien. Ousmane corre sin dudar hacia Manuel, y le intenta levantar del suelo, pero sus quejas hacen que se fije mejor en lo que le ha ocurrido. Seguramente tiene el brazo roto. De un contenedor cercano coge una caja de un microondas y se la pone debajo del brazo, haciendo de improvisado cabestrillo, evitando que se le mueva. 

- Perdone, ¿se encuentra bien? ¿Le duele algo más?

Manuel no puede decir ni palabra, tiene apretadas las mandíbulas por el dolor, y no ve por las lágrimas que le empañan los ojos. Haciendo un esfuerzo alcanza las correas a Ousmane y echa mano a su cinturón, para enseñarle la llave e indicar la puerta. Ousmane comprende enseguida y desata el nudo de la pita con el que está atada la llave. Abre la puerta y deja pasar a los perros, que se quedan al otro lado de la puerta, mirando con ansia a su dueño. Vuelve junto a Manuel, y tras asegurarse de que el brazo no sufrirá de más con el cabestrillo, levanta al anciano del suelo con la facilidad de quien levanta una almohada. Aquel viejo no debe pesar más de cuarenta kilos.

Cierra la puerta a sus espaldas con el pie, y se adentra en la casa con Manuel en brazos, buscando la habitación. Cuando la encuentra, le deposita con toda la delicadeza posible, y va corriendo a buscar al médico. Está en la otra punta del pueblo, pero no le lleva más de diez minutos llegar corriendo. La doctora y él bajan en coche hasta la casa. Dos horas después, Manuel tiene su brazo escayolado, y descansa recostado con sus perros al lado de la cama. Ousmane se ha encargado de mantener el fuego encendido, para que el anciano no pase frío. Saca otra manta del armario, y arropa al anciano bajo su atenta mirada.

- ¿Cómo te llamas?
- Juan.
- Los cojones. Tienes tanta cara de llamarte Juan como yo eh... Yo qué sé. Pero no te llamas Juan.

Una sonrisa acude a los labios del hombre.

- Ousmane.
- Usmán.
- Sí, eso es.
- Usmán - repite el anciano varias veces, por lo bajo.


lunes, 14 de octubre de 2013

Antonia.

Antonia abre los ojos cuando aún es de noche. Siente las manos y los pies fríos al despertar, da igual la época del año que sea. "Igual que padre". Se incorpora trabajosamente, pues le duele la espalda. Ayer estuvo embotellando unos cien botes de tomate con la ayuda de la Mari, su hermana. Una pelaba los tomates y la otra iba rellenando los frascos de cristal y poniéndolos al baño maría.

Hace tiempo que Antonia y Mari no se ríen al hablar entre ellas. Quizá alguna sonrisa asome a la comisura de los labios de vez en cuando cuando oyen algún chascarrillo de lo acontecido en el pueblo, pero por lo general la mueca de sus bocas es seria. La vida en el pueblo es dura, y más desde que se quedaron viudas por aquel maldito accidente. Sobra decir que jamás sale en sus conversaciones, pero al final el tema siempre anda sobrevolando sus palabras como un buitre que quiera dejarse caer. "En qué puta hora cogerían el coche".

Se levanta apartando las tres mantas con las que intenta impedir inútilmente que ese frío persistente se le meta en los huesos. "Joder, Jesús, por qué tendrías que dormirte aquel día." Sin darse cuenta tapa con las mantas a Meli, la gata que adoptó a los dos meses de la muerte de su marido. Ella protesta quedamente por un momento, hasta que seguramente se queda dormida bajo el calor de la lana. Se va al baño y mete los brazos hasta el codo en el agua fría y se salpica la cara. Poco después, baja parsiomoniosamente las escaleras siempre agarrándose al pasamanos. Más de una vez ha tenido un susto con los escalones desgastados de terrazo y la condensación que se produce por las humedades.

Entra en la cocina y se prepara el café con leche y las galletas de horno. Cuatro, para ser exactos. Se sienta al lado de la cocina de hierro fundido que aún conserva algo de calor del fuego con el que hizo la frugal cena de ayer, y pone la radio. No sabe ni qué emisora está escuchando, ni lo ha sabido en los dos últimos años. Simplemente le hace compañía. Salvo las fotos de su marido y su familia, se podría decir que es su bien más preciado. Tendría casi 80 años, y la trajo su abuelo del frente, de Madrid. Funcionaba bien, pero el sonido era como el de aquellos viejos gramófonos. Tan sólo se podía coger la AM, pero qué mas daba.

A veces piensa en que no debería haber vendido las viñas, que ahora tendría algo más para hacer. Aprendió a podar con su padre, Manuel, cuando sólo tenía 8 años. Le gustaba aquel trabajo, aun con el frío que hacía siempre. Se pasaban la mañana sin hablar, los tres, Manuel, la Mari y ella, ocupados cada uno en su tarea. Manuel y ella podaban, la Mari recogía los sarmientos. En aquellos días fríos de diciembre el aire era tan cristalino que se podía ver a alguien subiendo a la sierra de Villacañas, o eso decía su padre. Pasaron años hasta que ella comprendió que por muy buena visibilidad que hubiera, eso es imposible. Hasta recordaba con cierto cariño las veces en las que un sarmiento al cortarlo salía disparado hacia su cara, dejándole una marca como si de un latigazo se tratara, y la risa de su hermana que aparecía a los pocos segundos. Era tan contagiosa que las lágrimas de dolor se mezclaban con las de la risa. "Chicas...", decía su padre únicamente, conminándolas a que volvieran al trabajo, pero siempre con una sonrisa queda.

"¿Qué estará haciendo padre? Seguramente haya ido a por el pan ya, y haya encendido el fuego. Menos mal que tiene a los perros, así no se siente tan sólo. Joder, Jesús. Joder."

viernes, 4 de octubre de 2013

Él.

Todos tenemos un demonio dentro.

El mío está atado a la puerta de mi alma para sacarlo a pasear en las días de tormenta. Esos días negros, de rabia y dolor, de ceguera cromática y de pitidos en los oídos. Esos días de dientes apretados, de mirada lejana y de manos crispadas.

Y a mitad del paseo, se cambian las tornas, y me pasea Él a mí. Y se me olvida mi papel por un momento, y grito libre, y ladro y corro por las colinas descalzo.

Y olfateo el aire, y busco presas, y huelo el miedo. Y escucho la tormenta que se acerca. Y siento la lluvia aguando mi rabia.

Entonces es cuando recojo la correa y volvemos con paso quedo por el camino largo, enfriando los ánimos. Él me sigue siempre detrás, nunca al lado. Va copiando mis pasos mientras clava su mirada en mi nuca, y siento su sonrisa pese a no verla.

Yo tengo la correa, Él es el dueño.

jueves, 29 de agosto de 2013

Manuel.

Manuel se levanta cada día a eso de las siete, sin necesidad de despertador, da igual la época del año. Lleva años repitiendo la misma liturgia: Se despierta, abre los ojos y mueve los dedos dormidos de manos y pies. Se frota un brazo, el otro y se sienta en el borde de la cama, y acto seguido se frota las piernas siempre heladas. Hace ya más de veinte años que Antonia no está con él, pero continúa mirando hacia su lado de la cama.

Invariablemente, Chico, su galgo favorito, tiene su propia forma de levantarse. Abre los ojos cuando su dueño respira con más rapidez, y escucha el rumor de las sábanas. Se incorpora cuando lo hace Manuel, y le roza la mano con el morro cuando lleva demasiado tiempo mirando hacia la ropa de cama impoluta.

-Ya va, Chico. Ya va.

Se lava la cara con el agua fría que dejó en la palangana anoche, y se la seca con la toalla que le trajo su hija la semana pasada. Demasiado nueva para lo que va a durar en este mundo, piensa él. Y lleva pensando lo mismo desde hace siglos. Aún tiene las piernas frías, de modo que se pone sus pantalones de pana, los que fueron negros y tienen mil cosidos, y se acerca al fuego para intentar recuperar los rescoldos del fuego que se apagó durante la noche. Le lleva un cuarto de hora tener una hoguera en condiciones, pero Chico es tan viejo como él, y se pasa el día temblando en estas mañanas de febrero. Ya no sale a correr detrás de las liebres, pero cada tarde, haga el tiempo que haga, le saca a dar un paseo junto a Linda y Negro, la nueva adquisición. Aunque adquisición quizá no sea el nombre adecuado, sino rescate. Le encontró con un trozo de cuerda incrustado en el cuello. Se las había ingeniado para roer como pudo la soga que le ahorcaba, y que le había hollado la piel. El pobre no podía ni andar, y Manuel tardó cerca de tres horas en llevarle a casa con tanta parada como tuvo que hacer para descansar. 82 años son muchos años. Por suerte para Negro, los galgos de Manuel jamás han comido pienso, ni han servido para otra cosa que alegrarle la vista corriendo cuando quieren detrás de los conejos, o bien calentarle los pies en invierno. Comen siempre de cuchara, como dice su hija, siempre un guisado de patata, con huevo y algo de carne, que el que sean perros no quiere decir que no tengan sentido del gusto.

Cuando deja a Chico al calor del fuego, sale a dar de comer a las gallinas. Quizá debiera tener una cerda, y un par de cochinos, pero sería demasiado trabajo. Además, cada semana le llenan el frigorífico de jamón y demás viandas, sabiendo que con su dentadura ya no puede comer más que pan mojado y alguna verdura. Comparte la comida de sus perros, y comen todos al unísono. Por cierto, tiene que hablar con Juan para que le traiga pienso para las gallinas, que casi no le queda. Le gusta ese nuevo pienso que devoran hasta el último grano, y deja una yema de un precioso color naranja. Se los come por los ojos, más que por la boca, pues tiene alto el colesterol. Pero ya que nos ponemos, comemos en condiciones, joder, que llevamos toda la vida penando. Por un poco de vino y huevos de calidad no vamos a estar discutiendo. Y el pan de la Cooperativa recién hecho.

El mero hecho de recordarlo hace que empiece a salivar. Tan sólo conserva la mitad de las piezas dentales, pero se basta y se sobra para comerse una barra bien crujiente diaria. La otra va para sus perros. Va caminando despacio recorriendo el kilómetro que le separa de la tahona. Siempre lleva arrastrando los pies, y Antonia ya le ha dejado las zapatillas que habrán de relevar a las que lleva. No puede soportar los zapatos, le laceran demasiado en la zona de los juanetes. Qué mierda ser viejo, murmura.

- Adiós, Manuel.
- Adiós, Gabriel. Voy a por el pan.

Ras, ras, ras, ras. Sigue por la Ronda arrastrando los pies. Ras, ras. ¿Cuánto hace que no ve a sus nietos? Hará cerca de dos meses. Y eso que viven en el pueblo. No entiende a la juventud de ahora, su falta de respeto por lo que él ha luchado, por todas las horas que trabajaba para sacar a su familia adelante. Jamás le han preguntado por qué le falta un dedo, o el porqué de su cicatriz en un lado de la cara que le llega hasta la clavícula. Ahora simplemente quieren hablar con sus amigos a través del teléfono. Pero qué idiotas, si miraran hacia arriba de vez en cuando... Le habría encantado contarles cómo tener un buen huerto, qué sembrar en cada época del año, cómo hacer un lazo para conejos cuando tienes hambre, cuándo va a llover, los nombres de cada planta... Pero en vez de a sus nietos se lo cuenta a Chico. Y Chico le mira con esos ojos grandes, y le roza con el morro en la mano cuando se detiene al hablar. Pensándolo bien, no necesita para nada que vengan a visitarle los nietos. Ya se acordarán de él cuando muera.

Vuelve con el mismo ritmo por la Ronda, arrastrando los pies, con sus zapatillas de andar por casa, y esos calcetines gordos que le regaló su hija y que tan bien le han venido este invierno. Esto sí que son adelantos. Abre la puerta de su casa con la llave que tiene atada al cinturón mientras al otro lado Linda araña la puerta. Negro se asoma tímidamente tras la puerta de la cocina, y Chico menea el rabo con alegría contenida. Siempre ha sabido comportarse.

- Vamos a preparar la comida. ¿Qué os apetece hoy?