viernes, 6 de julio de 2012

La lluvia y yo.

Los manchegos sabemos mirar hacia arriba, como todos, imagino. Podemos saber si va a llover, sobre todo los que hemos trabajado mucho en el campo, y en cuánto tiempo lo va a hacer. Pero aunque esté lloviendo a mares, para saber si llueve miramos hacia abajo. Removeremos la tierra con el pie, y si no hay más de un palmo de tierra mojada, diremos que no ha llovido, negando la mayor.

Quizá debido a la falta de lluvia en la Mancha (creo recordar haber leído que tenemos más de 300 días soleados al año), cuando esta aparece, nos quedamos obnubilados, casi perplejos, embobados, embrujados. La gente del norte la tiene asumida, pero para nosotros es algo casi raro. Recuerdo mis tiempos de zagal, en los que tenía que ir a vendimiar (empecé a los nueve años) y despertaba a las siete de la mañana con el sonido de la lluvia en el tejado de chapa del patio. La cama se hacía mucho más cómoda en ese momento, y la sábanas te envolvían aún más. Sin embargo, con el paso de los años se fue generando una sensación nueva que se unía a la alegría porque lloviera, y era la responsabilidad y las ganas de terminar de vendimiar.

Y es algo que creo que acompaña a cualquier campero manchego, esa sensación de amor-odio, de alegría porque llueve, y lo agradece la tierra, y la desesperación por no poder trabajar.

Quizá por eso, me parecen tan tristes los días lluviosos en la ciudad. No sabéis apreciarlos. Veréis, los días de lluvia en el campo son preciosos, en cualquier época del año. Con las primeras gotas se levanta ese olor indescripible a tierra mojada, se le quita el polvo a los árboles y el verde de las hojas brilla con un resplandor renovado, la paja oscurece un poco el color oro, se amplían los contrastes en los tonos de la tierra, y el sonido se amortigua, se reduce el eco, y te acompaña un rumor sordo.

En la ciudad, para empezar, se os despeja el aire, se reduce la contaminación, y las calles cogen ese brillo reflejando la luz de las farolas y los escaparates. Las gotas repican por doquier, incluso en los paraguas que interponéis entre ellas y vosotros, creando una pequeña sinfonía. Y no os dais cuenta, camináis con los ojos bajos, la cabeza gacha y malhumorados. Qué poco sabéis apreciar lo bueno.

lunes, 30 de abril de 2012

Las desgracias nunca vienen solas.

Hace una semana me rompí el menisco. No fue gracias a un golpe, o un giro brusco, o eso creo. Simplemente me levanté por la mañana con la rodilla inflamada y con mucho dolor. De modo que me llevó mi pareja al hospital. En el viaje de ida no hablé apenas. Una idea me rondaba la cabeza, y me preocupaba bastante más que la posible intervención quirúrgica: mi empleo.

Desgraciadamente, desde hace poco tenemos sobre la mesa unas nuevas reglas de juego con los empresarios, una nueva reforma laboral. En ella, entre otras cosas, aparece la posibilidad de que seas despedido en caso de que por varios motivos cojas una baja de 10 días en un plazo de dos meses. Y esa posibilidad es la que me asustaba. Tengo claro que habrán de operarme, por lo que ya cuento con esos días de baja. Pero en lo que pensaba era esa primera semana de baja que me ofrecía el doctor, de absoluto reposo y con la pierna en alto. No podía permitírmela. De modo que no me la permití.

Durante toda la semana pasada he estado yendo a trabajar, con mi pareja por chófer, haciendo que se levantara a las 5:15h de la mañana, haciendo que mis compañeros me ayudaran a subir al despacho, e hinchándome a analgésicos para paliar el dolor. Mis jefes, siempre tan atentos, no sólo no me facilitaron las cosas, sino que el miércoles me obligaron a quedarme de guardia, sin previo aviso, hasta que ellos creyeran conveniente. La anterior vez que había ocurrido algo parecido, la cosa se demoró hasta las cuatro de la mañana. Sin poder desplazarme a comer, sin dinero y sin comida, el día se hizo bastante largo. Pero todo fuera por tener trabajo en estos días oscuros.

Así, hasta el viernes. Ese día aparecieron los últimos datos del paro. Unos datos terribles, en los que habían desaparecido más de 360000 puestos de empleo. No podía dejar de pensar en ello mientras me masajeaba la rodilla.
En sí, el viernes fue un día normal, con mucho trabajo, muchas llamadas con clientes y compañeros. Nada me hizo sospechar que a diez minutos de mi hora de salida, apareciera mi encargado para decirme que recogiera, ya que ese había sido mi último día. Ante mi pregunta de cuál era la razón, sólamente contestó que yo ya lo sabía. Pero yo no sabía por qué se me despedía.

Subí a firmar el finiquito y a despedirme de los compañeros, que me miraban con cara de estupor. Ninguno de mis jefes estaban allí para darme sus razones, para ellos el puente había comenzado hacía tiempo. Sin embargo le tocó a una compañera inexperta y con visibles muestras de nerviosismo y pena el darme la noticia. Esta es la clase de esta gente. Puñalada tardía, y por la espalda. Cobardes hasta el último momento.
Por supuesto, no firmé el finiquito. Un despido así siempre despierta sospechas, y por lo que se ve, están bien fundadas. Tendré que volver el jueves, donde seguramente estén los dirigentes de la empresa, pero no creo que salgan a saludar. Cerrarán sus despachos, y espiarán desde detrás de las cortinas.

De esto han pasado ya dos días. El primero estuve totalmente perdido, sin poder pensar en nada, sin poder creer que ya no tenía un sitio a dónde ir a trabajar mis ocho horas. Pero mirándolo con perspectiva, quizá esta sea la oportunidad de oro para lanzarme a tiempo completo a realizar el sueño de la empresa de cerveza artesanal. Quizá, dentro de un tiempo, tenga que agradecer a toda esta panda de cabrones que nos dirigen el que haya encontrado la felicidad. Quizá. Pero muchos otros no tendrán la misma suerte, y el miedo ya nos atenaza.

viernes, 9 de marzo de 2012

La casa roja.

Los olivos que tengo plantados me siseaban con enfado cuando entré de nuevo en mi casa. Casi podía oírlos por la carretera, con la ventanilla del coche abierta de par en par, dejando entrar el olor que desprende la tierra recién arada. Donde he vivido estos meses no se veían garcillas bueyeras, quizá porque no existían tampoco las grandes tierras de cultivo que rodean la Casa Roja. Tampoco abundaba otra cosa que el hinojo y su ligero olor a anís.

He vuelto a lo alto de una colina, desde donde puedo ver hasta donde quiero ver. Vivo entre romeros, olivos pinos y retamas, entre tierras yermas y cardos de la altura de un hombre. Vivo escuchando a la oropéndola, y espiando a gorriones inquietos. Me gustaría pensar que soy dueño y señor de esa parte del mundo, pero lo cierto es que me conformo con que me dejen ver atardecer allí casi cada día.

Empieza a hacer buen tiempo, y eso lo saben las abejas. Llegan por decenas a mis setos de romero que florecen un poco cada semana, y llenan el ambiente de zumbidos intermitentes. La encina que planté parece desperezarse lentamente, el jazmín reverdea y la luz de la tarde se refleja naranja en la pared que da casi al sur, al castillo de Peñas Negras, que mira reprobatorio cómo le miro con afecto. Él, tan imponente, tan solitario, no puede ser objeto de miradas así, acostumbrado a siglos de reyertas, muertes y miserias.

Llego cada día de trabajar a las cuatro, salgo del coche, me quito el traje sucio de enfados, de humos y de miedos y lo cuelgo de una rama del gran pino que bordea la entrada para que se airee hasta el día siguiente. No es de recibo entrar de esa guisa donde te espera quien bien te quiere. Desde debajo del falso seto me saludan tres morros peludos, y uno ausente. Tres miradas calladas, pero alegres, prestos a saltar para dar la bienvenida a quien hace un rato que no ven. Subo la cuesta, con el sol siempre de frente, y llamo al timbre. Ella pronuncia mi nombre desde dentro, aunque ya sabe que soy yo. Los perros jamás hubieran dejado pasar a nadie sin por lo menos montar un escándalo. "Sí", contesto yo. Me recibe una vuelta del pestillo, una sonrisa y un beso.

¿Cómo no iba a volver?