miércoles, 30 de octubre de 2013

Manuel, Ousmane.

Cae la tarde sobre el pueblo, arrastrando consigo la poca luz que dejan pasar las nubes. Un brisa helada hace presagiar el cambio de tiempo que debería haber llegado hace semanas. Anoche cambió la hora para todo el mundo, excepto para Manuel, quien no entiende de cambios horarios, ni le interesa.

Regresa a su casa de su paseo vespertino, acompañado de sus perros y arrebujado en su vieja chaqueta. Tendrá que sacar el abrigo del armario, y ventilarlo un poco antes de ponérselo, pues olerá a antipolillas y a humedad. "Tiene tantos años como yo, casi. Creo que hasta hice la mili con él." Antonia, su mujer, amenazaba con tirárselo casi a diario, en cuanto iba a colgar alguna prenda. Pero él no quería ni oír hablar de desprenderse de él. Era un regalo de su abuelo, al que todo el mundo, incluidos sus hijos y nietos llamaban Tío Miguel. Se lo compró cuando tenía 14 años, y aún no era de su talla, para que pudiera disfrutarlo más tiempo. Fue un par de años con las mangas recogidas con un par de alfileres, y sus espaldas no conseguían llenarlo del todo. De hecho, nunca le sentó bien, siempre fue el abrigo más grande de lo que Manuel llegó a ser.

Llega a los arrabales del pueblo, donde hay unas casas viejas, desvencijadas, y viven varias familias de marroquíes. Casi nunca ve a los padres, pero los chiquillos corren a saludarle, en camiseta de manga corta, sudando por estar jugando al fútbol. Siempre se mantienen a distancia, por los perros, pero le sonríen y le llaman por su nombre. Manuel achica un poco los ojos, y tuerce un poco la boca. Quienes lo le conozcan, pensará que no le gustan los chiquillos, pero para él, eso es una sonrisa de oreja a oreja. Y los niños lo saben.

Cuando llega a la calle Mayor, el sol hace ya veinte minutos que se ha puesto, y la temperatura baja ya de los 10º. Se obliga a ir un poco más deprisa, ya que ese viento colado se le está metiendo en los huesos. "Tendría que haber cogido un jersey, por lo menos". Ahora no lleva puestas las zapatillas de andar por casa, sino unos deportivos blancos que le compró su hija el verano pasado. Él no los quería al principio, pero desde que se los puso para ir a pasear a los galgos, no volvió a salir sin ellos al campo. Con las zapatillas de andar por casa se va bien sobre terreno firme, pero notas todos los cantos de un camino.

Gira por la calle Ancha, y enseguida, ve el la portada del corralón por la que siempre entra a su casa. Le gusta entrar por ahí, más que por la puerta principal, para ver si las gallinas tienen comida y agua, y si han puesto algún huevo más. Pero las prisas por entrar, le juegan una mala pasada, y tropieza con el bordillo de la acera. Da dos pasos rápidos antes de caer de bruces, con el brazo libre debajo del cuerpo. Con el otro aún sigue sujetando las correas de los galgos.

*-*

Ousmane sigue en Corral, donde hoy ha estado en el rastro de los jueves. Se ha quedado buscando un nuevo piso donde vivir, ya que es probable que su mujer venga a vivir con él en los próximos meses, gracias a la vida tan austera que lleva, y el ahorro que ha conseguido con ello. Pero no ha encontrado gran cosa, hay pocos pisos alquilados, y la mayoría los copan rumanos, y los que no, tienen un precio demasiado alto para sus ingresos. Aun así sigue recorriendo las calles de arriba a abajo, mirando las ventanas y rejas en busca de carteles de "Se alquila". Se rebuja en su abrigo y se lamenta no haber cogido un gorro. Pese a ser de latitudes más cálidas, le gusta sentir el frío en la cara, y sobre todo, el volver a un hogar cálido después de sentirlo.

Con las últimas luces de la tarde, entra en la calle Ancha. Le quedan pocas calles para recorrer, antes de coger el autobús que le lleve de vuelta a Las Pedroñeras, a casa. Tiene una pequeña libreta en la mano con la que apunta los teléfonos con los que no consigue contactar. Se cruza con un par de personas que salen de un bar y él baja la cabeza instintivamente, ya que no sabe cómo pueden reaccionar. Pensando en sus cosas oye el ladrido de varios perros, cerca de donde está él. Le ponen nervioso, no le gustan los perros. Educado como musulmán, nunca ha tenido relación con ellos. En Senegal hay, claro, pero vagan por las calles sin dueños, siempre atentos a una patada perdida. Desde que está en España se ha acostumbrado a verlos con la gente, que los lleva a cualquier sitio, pero sigue manteniéndose a distancia.

Pero los ladridos son distintos a los aviso, con los que le reciben los perros a su paso desde el otro lado de las rejas de los patios delanteros de las casas por las que pasa delante. Son ladridos nerviosos, y, detrás de ellos, un quejido quedo, pero continuo. Se aproxima a una bocacalle que resulta ser un callejón sin salida, donde ve a Manuel tirado en el suelo, moviendo ligeramente las piernas y con asiendo con fuerza las correas de los galgos. Linda le lame la cara, y Chico y Negro ladran repetidamente, y patalean nerviosos, conscientes de que la situación no está bien. Ousmane corre sin dudar hacia Manuel, y le intenta levantar del suelo, pero sus quejas hacen que se fije mejor en lo que le ha ocurrido. Seguramente tiene el brazo roto. De un contenedor cercano coge una caja de un microondas y se la pone debajo del brazo, haciendo de improvisado cabestrillo, evitando que se le mueva. 

- Perdone, ¿se encuentra bien? ¿Le duele algo más?

Manuel no puede decir ni palabra, tiene apretadas las mandíbulas por el dolor, y no ve por las lágrimas que le empañan los ojos. Haciendo un esfuerzo alcanza las correas a Ousmane y echa mano a su cinturón, para enseñarle la llave e indicar la puerta. Ousmane comprende enseguida y desata el nudo de la pita con el que está atada la llave. Abre la puerta y deja pasar a los perros, que se quedan al otro lado de la puerta, mirando con ansia a su dueño. Vuelve junto a Manuel, y tras asegurarse de que el brazo no sufrirá de más con el cabestrillo, levanta al anciano del suelo con la facilidad de quien levanta una almohada. Aquel viejo no debe pesar más de cuarenta kilos.

Cierra la puerta a sus espaldas con el pie, y se adentra en la casa con Manuel en brazos, buscando la habitación. Cuando la encuentra, le deposita con toda la delicadeza posible, y va corriendo a buscar al médico. Está en la otra punta del pueblo, pero no le lleva más de diez minutos llegar corriendo. La doctora y él bajan en coche hasta la casa. Dos horas después, Manuel tiene su brazo escayolado, y descansa recostado con sus perros al lado de la cama. Ousmane se ha encargado de mantener el fuego encendido, para que el anciano no pase frío. Saca otra manta del armario, y arropa al anciano bajo su atenta mirada.

- ¿Cómo te llamas?
- Juan.
- Los cojones. Tienes tanta cara de llamarte Juan como yo eh... Yo qué sé. Pero no te llamas Juan.

Una sonrisa acude a los labios del hombre.

- Ousmane.
- Usmán.
- Sí, eso es.
- Usmán - repite el anciano varias veces, por lo bajo.


lunes, 14 de octubre de 2013

Antonia.

Antonia abre los ojos cuando aún es de noche. Siente las manos y los pies fríos al despertar, da igual la época del año que sea. "Igual que padre". Se incorpora trabajosamente, pues le duele la espalda. Ayer estuvo embotellando unos cien botes de tomate con la ayuda de la Mari, su hermana. Una pelaba los tomates y la otra iba rellenando los frascos de cristal y poniéndolos al baño maría.

Hace tiempo que Antonia y Mari no se ríen al hablar entre ellas. Quizá alguna sonrisa asome a la comisura de los labios de vez en cuando cuando oyen algún chascarrillo de lo acontecido en el pueblo, pero por lo general la mueca de sus bocas es seria. La vida en el pueblo es dura, y más desde que se quedaron viudas por aquel maldito accidente. Sobra decir que jamás sale en sus conversaciones, pero al final el tema siempre anda sobrevolando sus palabras como un buitre que quiera dejarse caer. "En qué puta hora cogerían el coche".

Se levanta apartando las tres mantas con las que intenta impedir inútilmente que ese frío persistente se le meta en los huesos. "Joder, Jesús, por qué tendrías que dormirte aquel día." Sin darse cuenta tapa con las mantas a Meli, la gata que adoptó a los dos meses de la muerte de su marido. Ella protesta quedamente por un momento, hasta que seguramente se queda dormida bajo el calor de la lana. Se va al baño y mete los brazos hasta el codo en el agua fría y se salpica la cara. Poco después, baja parsiomoniosamente las escaleras siempre agarrándose al pasamanos. Más de una vez ha tenido un susto con los escalones desgastados de terrazo y la condensación que se produce por las humedades.

Entra en la cocina y se prepara el café con leche y las galletas de horno. Cuatro, para ser exactos. Se sienta al lado de la cocina de hierro fundido que aún conserva algo de calor del fuego con el que hizo la frugal cena de ayer, y pone la radio. No sabe ni qué emisora está escuchando, ni lo ha sabido en los dos últimos años. Simplemente le hace compañía. Salvo las fotos de su marido y su familia, se podría decir que es su bien más preciado. Tendría casi 80 años, y la trajo su abuelo del frente, de Madrid. Funcionaba bien, pero el sonido era como el de aquellos viejos gramófonos. Tan sólo se podía coger la AM, pero qué mas daba.

A veces piensa en que no debería haber vendido las viñas, que ahora tendría algo más para hacer. Aprendió a podar con su padre, Manuel, cuando sólo tenía 8 años. Le gustaba aquel trabajo, aun con el frío que hacía siempre. Se pasaban la mañana sin hablar, los tres, Manuel, la Mari y ella, ocupados cada uno en su tarea. Manuel y ella podaban, la Mari recogía los sarmientos. En aquellos días fríos de diciembre el aire era tan cristalino que se podía ver a alguien subiendo a la sierra de Villacañas, o eso decía su padre. Pasaron años hasta que ella comprendió que por muy buena visibilidad que hubiera, eso es imposible. Hasta recordaba con cierto cariño las veces en las que un sarmiento al cortarlo salía disparado hacia su cara, dejándole una marca como si de un latigazo se tratara, y la risa de su hermana que aparecía a los pocos segundos. Era tan contagiosa que las lágrimas de dolor se mezclaban con las de la risa. "Chicas...", decía su padre únicamente, conminándolas a que volvieran al trabajo, pero siempre con una sonrisa queda.

"¿Qué estará haciendo padre? Seguramente haya ido a por el pan ya, y haya encendido el fuego. Menos mal que tiene a los perros, así no se siente tan sólo. Joder, Jesús. Joder."

viernes, 4 de octubre de 2013

Él.

Todos tenemos un demonio dentro.

El mío está atado a la puerta de mi alma para sacarlo a pasear en las días de tormenta. Esos días negros, de rabia y dolor, de ceguera cromática y de pitidos en los oídos. Esos días de dientes apretados, de mirada lejana y de manos crispadas.

Y a mitad del paseo, se cambian las tornas, y me pasea Él a mí. Y se me olvida mi papel por un momento, y grito libre, y ladro y corro por las colinas descalzo.

Y olfateo el aire, y busco presas, y huelo el miedo. Y escucho la tormenta que se acerca. Y siento la lluvia aguando mi rabia.

Entonces es cuando recojo la correa y volvemos con paso quedo por el camino largo, enfriando los ánimos. Él me sigue siempre detrás, nunca al lado. Va copiando mis pasos mientras clava su mirada en mi nuca, y siento su sonrisa pese a no verla.

Yo tengo la correa, Él es el dueño.