Me preguntan a menudo por qué soy tan pesimista. Bueno, es algo complicado. Creo que no todo el mundo está preparado para tener los hombros abatidos día tras día.
Imagino que esto me vendrá de mi infancia. No fue especialmente grata, no por mi familia, que es una maravilla, sino por el entorno que tenía en el colegio. Ya lo dejé caer en el anterior post, gordo más sobresaliente en alguna asignatura, hostia va, hostia viene. Y queráis o no, eso deja huella.
Realmente ahora, lo que se dice ahora, de un año a esta parte, estoy mucho mejor. Sonrío, a veces hasta río a carcajadas, paseo, me dedico más a los hobbies, he vuelto a escribir, salgo a hacer fotos, disfruto de mi familia (muhé y perros), veo más a mis padres, salgo con los amigos. Entonces, ¿por qué seguir siendo tan pesimista? Pues creo que he encontrado la razón principal. Porque es cómodo. Es cómodo el estar esperando lo malo, ya que si llega una ráfaga de aire favorable la recompensa parece doble. Imaginaos a alguien cuya vida vaya sobre ruedas, no haya tenido ningún traspiés, tenga suerte, dinero, amor... Joder, imaginaos a Fabra, el día que le toque la lotería. Será un día totalmente normal para él.
Pero estando preparado para lo malo, nada puede cogerte por sorpresa. Quizá por eso, y gracias a eso, me he dado cuenta de que puedo resistir casi cualquier cosa. Puedo echármela a la espalda y cargar con ella hasta que lo solucione, y después tirarla. Me he encontrado con momentos muy difíciles, y hasta ahora he podido con ellos. E imagino, aunque deseo que no, que llegarán más y peores. Pero tengo espaldas anchas, y las sonrisas se me escapan casi sin querer.
Además, por muy pesimista que quiera ser, el sol saldrá cada mañana. Eso es un hecho.
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