Caía la noche sobre Toledo. Uno de estos típicos atardeceres de abril, en los que la temperatura caía varios grados en poco tiempo.
ELLA era una turista más de las que componían aquel enjambre tumultuoso que revolucionaba las estrechas calles. Trataba de quedarse lo más atrás posible del grupo en el que iba, para intentar hacerse una mejor idea de lo que sería vivir allí. Imaginaba, mientras daba pequeños pasos, el volver a casa del trabajo, lentamente, subiendo las cuestas que hacen tan característica esa ciudad. Pensaba en notar el mismo frío que sentía en ese momento, pero con al menos una chaqueta. Se había dejado la suya en el autobús al llegar al mediodía, tal era el calor que hacía en ese momento.
Se imaginaba sacando al perro que no tenía, quizá un perro pequeño. Allí las casas no parecían demasiado grandes. Subiría con él al mirador y vería cómo el atardecer caía en la ciudad desde el cerro del Bu. Pasearía por la ribera del Tajo, y saludaría a los ancianos que monopolizaban los bancos.
Viviría en un pequeño piso, en el centro de Toledo. Un piso reformado, con patio, de los que tienen un brocal en el centro, y geranios en las columnas. Un patio fresco, donde saldría a chapurrear con las vecinas. Tendría una cama grande, de dos metros al menos de ancho. Ella no medía más de 1,60 metros, pero en su casa siempre había tenido que compartir lugar para dormir con alguna hermana. El perro podría dormir con ella, y se darían calor en los duros inviernos, cuando la estufa de leña se estuviera apagando.
ÉL vivía en Toledo, de siempre. Había nacido allí, y se había criado correteando entre callejuelas y rincones escondidos. Sus rodillas y manos conocían casi cualquier adoquín de la ciudad. Siempre había sido demasiado patoso. Quizá por ello tenía tan pocos amigos.
Hacía tiempo que se centraba casi exclusivamente en su hobby, la fotografía. No hacía fotos de la ciudad, ya que aunque la veía bonita, creía que nunca podría verla como lo hacen los turistas cuando la contemplan por primera vez. Le encantaban sus caras maravilladas al pasar por la judería, por Zocodover o al subir al mirador. Podía ver ese brillo en sus ojos, recorriendo los tejados de derecha a izquierda, intentando retener en sus retinas y su memoria aquella visión.
Era eso lo que él intentaba captar, la sorpresa, el asombro. Ese momento de felicidad, que a él, la vida le negaba.
Huérfano desde muy pequeño, se había pasado la vida dando tumbos, de casa en casa, con unos y otros familiares. Nunca había tenido una residencia fija, nunca había estado más de un año en una casa. Cuando empezaba un nuevo curso escolar, él se mudaba. Tanto trajín nunca le ayudó demasiado con las notas. No es que no fuera listo, pero su situación le apesadumbraba demasiado.
Ahora era guía de las rutas nocturnas que se hacían por la ciudad. La suya era la que llevaba a los clientes a través de las leyendas de Bécquer. Se las sabía de memoria, palabra por palabra. Había empezado a leerlas a los dieciocho años, cuando pudo irse a vivir a la casa que fue de sus padres. Encontró el libro en la estantería, lleno de polvo y ajado. Era el único que había. Solía sentarse a leer en un viejo taburete al lado de la vieja estufa, que funcionaba tan bien como el primer día.
Aquel día estaba en Zocodover, paseando, como cualquier tarde, con su pequeño perro que no se separaba de su lado, siempre buscando la sombra que él producía. Llevaba la cámara a cuestas, preparada para echársela a la cara y sacar la foto. Le encantaban sobre todo los grupos de japoneses, por lo expresivos que son. No les cuesta nada asombrarse. Al final de uno de ellos, se fijó en una chica, de espaldas a él, con el pelo muy largo y liso. Muy menuda, muy diferente a él. Juraría que no era japonesa, pero no podía verla bien. Quería sacarle una foto, como fuera. Había algo en ella que le llamaba imperiosamente la atención. Justo cuando ella se giraba, un autobús se cruzó en la calle, apenas un segundo, pero lo suficiente para que él no sacara la foto. Fue ella la que la hizo.
Años más tarde, esa foto aún seguiría colgada de la pared. Un joven alto y desgreñado, con ojeras y barba de una semana había atraído la atención de ELLA desde el otro lado de la calle. Sin pensar y sin encuadrar hizo la foto. ÉL aparecía con la cara de sorpresa que solía retratar en los demás.
Siempre que ELLA veía la foto sonreía. Siempre que ÉL veía la foto, le sonreía a ELLA. De vez en cuando echaban un vistazo a la estufa mientras él le leía su libro de Bécquer.
1 comentario:
No conocía tu faceta de escritor, la verdad que cada día me sorprendes más: buen tío, buen escritor y, encima, buen fotógrafo.Me alegro de conocerte.
Seguiremos atentos al blog...
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