Manuel se levanta cada día a eso de las siete, sin necesidad de despertador, da igual la época del año. Lleva años repitiendo la misma liturgia: Se despierta, abre los ojos y mueve los dedos dormidos de manos y pies. Se frota un brazo, el otro y se sienta en el borde de la cama, y acto seguido se frota las piernas siempre heladas. Hace ya más de veinte años que Antonia no está con él, pero continúa mirando hacia su lado de la cama.
Invariablemente, Chico, su galgo favorito, tiene su propia forma de levantarse. Abre los ojos cuando su dueño respira con más rapidez, y escucha el rumor de las sábanas. Se incorpora cuando lo hace Manuel, y le roza la mano con el morro cuando lleva demasiado tiempo mirando hacia la ropa de cama impoluta.
-Ya va, Chico. Ya va.
Se lava la cara con el agua fría que dejó en la palangana anoche, y se la seca con la toalla que le trajo su hija la semana pasada. Demasiado nueva para lo que va a durar en este mundo, piensa él. Y lleva pensando lo mismo desde hace siglos. Aún tiene las piernas frías, de modo que se pone sus pantalones de pana, los que fueron negros y tienen mil cosidos, y se acerca al fuego para intentar recuperar los rescoldos del fuego que se apagó durante la noche. Le lleva un cuarto de hora tener una hoguera en condiciones, pero Chico es tan viejo como él, y se pasa el día temblando en estas mañanas de febrero. Ya no sale a correr detrás de las liebres, pero cada tarde, haga el tiempo que haga, le saca a dar un paseo junto a Linda y Negro, la nueva adquisición. Aunque adquisición quizá no sea el nombre adecuado, sino rescate. Le encontró con un trozo de cuerda incrustado en el cuello. Se las había ingeniado para roer como pudo la soga que le ahorcaba, y que le había hollado la piel. El pobre no podía ni andar, y Manuel tardó cerca de tres horas en llevarle a casa con tanta parada como tuvo que hacer para descansar. 82 años son muchos años. Por suerte para Negro, los galgos de Manuel jamás han comido pienso, ni han servido para otra cosa que alegrarle la vista corriendo cuando quieren detrás de los conejos, o bien calentarle los pies en invierno. Comen siempre de cuchara, como dice su hija, siempre un guisado de patata, con huevo y algo de carne, que el que sean perros no quiere decir que no tengan sentido del gusto.
Cuando deja a Chico al calor del fuego, sale a dar de comer a las gallinas. Quizá debiera tener una cerda, y un par de cochinos, pero sería demasiado trabajo. Además, cada semana le llenan el frigorífico de jamón y demás viandas, sabiendo que con su dentadura ya no puede comer más que pan mojado y alguna verdura. Comparte la comida de sus perros, y comen todos al unísono. Por cierto, tiene que hablar con Juan para que le traiga pienso para las gallinas, que casi no le queda. Le gusta ese nuevo pienso que devoran hasta el último grano, y deja una yema de un precioso color naranja. Se los come por los ojos, más que por la boca, pues tiene alto el colesterol. Pero ya que nos ponemos, comemos en condiciones, joder, que llevamos toda la vida penando. Por un poco de vino y huevos de calidad no vamos a estar discutiendo. Y el pan de la Cooperativa recién hecho.
El mero hecho de recordarlo hace que empiece a salivar. Tan sólo conserva la mitad de las piezas dentales, pero se basta y se sobra para comerse una barra bien crujiente diaria. La otra va para sus perros. Va caminando despacio recorriendo el kilómetro que le separa de la tahona. Siempre lleva arrastrando los pies, y Antonia ya le ha dejado las zapatillas que habrán de relevar a las que lleva. No puede soportar los zapatos, le laceran demasiado en la zona de los juanetes. Qué mierda ser viejo, murmura.
- Adiós, Manuel.
- Adiós, Gabriel. Voy a por el pan.
Ras, ras, ras, ras. Sigue por la Ronda arrastrando los pies. Ras, ras. ¿Cuánto hace que no ve a sus nietos? Hará cerca de dos meses. Y eso que viven en el pueblo. No entiende a la juventud de ahora, su falta de respeto por lo que él ha luchado, por todas las horas que trabajaba para sacar a su familia adelante. Jamás le han preguntado por qué le falta un dedo, o el porqué de su cicatriz en un lado de la cara que le llega hasta la clavícula. Ahora simplemente quieren hablar con sus amigos a través del teléfono. Pero qué idiotas, si miraran hacia arriba de vez en cuando... Le habría encantado contarles cómo tener un buen huerto, qué sembrar en cada época del año, cómo hacer un lazo para conejos cuando tienes hambre, cuándo va a llover, los nombres de cada planta... Pero en vez de a sus nietos se lo cuenta a Chico. Y Chico le mira con esos ojos grandes, y le roza con el morro en la mano cuando se detiene al hablar. Pensándolo bien, no necesita para nada que vengan a visitarle los nietos. Ya se acordarán de él cuando muera.
Vuelve con el mismo ritmo por la Ronda, arrastrando los pies, con sus zapatillas de andar por casa, y esos calcetines gordos que le regaló su hija y que tan bien le han venido este invierno. Esto sí que son adelantos. Abre la puerta de su casa con la llave que tiene atada al cinturón mientras al otro lado Linda araña la puerta. Negro se asoma tímidamente tras la puerta de la cocina, y Chico menea el rabo con alegría contenida. Siempre ha sabido comportarse.
- Vamos a preparar la comida. ¿Qué os apetece hoy?