Hace una semana me rompí el menisco. No fue gracias a un golpe, o un giro brusco, o eso creo. Simplemente me levanté por la mañana con la rodilla inflamada y con mucho dolor. De modo que me llevó mi pareja al hospital. En el viaje de ida no hablé apenas. Una idea me rondaba la cabeza, y me preocupaba bastante más que la posible intervención quirúrgica: mi empleo.
Desgraciadamente, desde hace poco tenemos sobre la mesa unas nuevas reglas de juego con los empresarios, una nueva reforma laboral. En ella, entre otras cosas, aparece la posibilidad de que seas despedido en caso de que por varios motivos cojas una baja de 10 días en un plazo de dos meses. Y esa posibilidad es la que me asustaba. Tengo claro que habrán de operarme, por lo que ya cuento con esos días de baja. Pero en lo que pensaba era esa primera semana de baja que me ofrecía el doctor, de absoluto reposo y con la pierna en alto. No podía permitírmela. De modo que no me la permití.
Durante toda la semana pasada he estado yendo a trabajar, con mi pareja por chófer, haciendo que se levantara a las 5:15h de la mañana, haciendo que mis compañeros me ayudaran a subir al despacho, e hinchándome a analgésicos para paliar el dolor. Mis jefes, siempre tan atentos, no sólo no me facilitaron las cosas, sino que el miércoles me obligaron a quedarme de guardia, sin previo aviso, hasta que ellos creyeran conveniente. La anterior vez que había ocurrido algo parecido, la cosa se demoró hasta las cuatro de la mañana. Sin poder desplazarme a comer, sin dinero y sin comida, el día se hizo bastante largo. Pero todo fuera por tener trabajo en estos días oscuros.
Así, hasta el viernes. Ese día aparecieron los últimos datos del paro. Unos datos terribles, en los que habían desaparecido más de 360000 puestos de empleo. No podía dejar de pensar en ello mientras me masajeaba la rodilla.
En sí, el viernes fue un día normal, con mucho trabajo, muchas llamadas con clientes y compañeros. Nada me hizo sospechar que a diez minutos de mi hora de salida, apareciera mi encargado para decirme que recogiera, ya que ese había sido mi último día. Ante mi pregunta de cuál era la razón, sólamente contestó que yo ya lo sabía. Pero yo no sabía por qué se me despedía.
Subí a firmar el finiquito y a despedirme de los compañeros, que me miraban con cara de estupor. Ninguno de mis jefes estaban allí para darme sus razones, para ellos el puente había comenzado hacía tiempo. Sin embargo le tocó a una compañera inexperta y con visibles muestras de nerviosismo y pena el darme la noticia. Esta es la clase de esta gente. Puñalada tardía, y por la espalda. Cobardes hasta el último momento.
Por supuesto, no firmé el finiquito. Un despido así siempre despierta sospechas, y por lo que se ve, están bien fundadas. Tendré que volver el jueves, donde seguramente estén los dirigentes de la empresa, pero no creo que salgan a saludar. Cerrarán sus despachos, y espiarán desde detrás de las cortinas.
De esto han pasado ya dos días. El primero estuve totalmente perdido, sin poder pensar en nada, sin poder creer que ya no tenía un sitio a dónde ir a trabajar mis ocho horas. Pero mirándolo con perspectiva, quizá esta sea la oportunidad de oro para lanzarme a tiempo completo a realizar el sueño de la empresa de cerveza artesanal. Quizá, dentro de un tiempo, tenga que agradecer a toda esta panda de cabrones que nos dirigen el que haya encontrado la felicidad. Quizá. Pero muchos otros no tendrán la misma suerte, y el miedo ya nos atenaza.