Los olivos que tengo plantados me siseaban con enfado cuando entré de nuevo en mi casa. Casi podía oírlos por la carretera, con la ventanilla del coche abierta de par en par, dejando entrar el olor que desprende la tierra recién arada. Donde he vivido estos meses no se veían garcillas bueyeras, quizá porque no existían tampoco las grandes tierras de cultivo que rodean la Casa Roja. Tampoco abundaba otra cosa que el hinojo y su ligero olor a anís.
He vuelto a lo alto de una colina, desde donde puedo ver hasta donde quiero ver. Vivo entre romeros, olivos pinos y retamas, entre tierras yermas y cardos de la altura de un hombre. Vivo escuchando a la oropéndola, y espiando a gorriones inquietos. Me gustaría pensar que soy dueño y señor de esa parte del mundo, pero lo cierto es que me conformo con que me dejen ver atardecer allí casi cada día.
Empieza a hacer buen tiempo, y eso lo saben las abejas. Llegan por decenas a mis setos de romero que florecen un poco cada semana, y llenan el ambiente de zumbidos intermitentes. La encina que planté parece desperezarse lentamente, el jazmín reverdea y la luz de la tarde se refleja naranja en la pared que da casi al sur, al castillo de Peñas Negras, que mira reprobatorio cómo le miro con afecto. Él, tan imponente, tan solitario, no puede ser objeto de miradas así, acostumbrado a siglos de reyertas, muertes y miserias.
Llego cada día de trabajar a las cuatro, salgo del coche, me quito el traje sucio de enfados, de humos y de miedos y lo cuelgo de una rama del gran pino que bordea la entrada para que se airee hasta el día siguiente. No es de recibo entrar de esa guisa donde te espera quien bien te quiere. Desde debajo del falso seto me saludan tres morros peludos, y uno ausente. Tres miradas calladas, pero alegres, prestos a saltar para dar la bienvenida a quien hace un rato que no ven. Subo la cuesta, con el sol siempre de frente, y llamo al timbre. Ella pronuncia mi nombre desde dentro, aunque ya sabe que soy yo. Los perros jamás hubieran dejado pasar a nadie sin por lo menos montar un escándalo. "Sí", contesto yo. Me recibe una vuelta del pestillo, una sonrisa y un beso.
¿Cómo no iba a volver?